domingo, 18 de marzo de 2018

La biblioteca del mar


LA BIBLIOTECA DEL MAR (por Melissa Franco)
V Certamen Literario de Narrativa Breve "Biblioteca UCA"

Ese día el mar estaba cerca. Algunos pensarán que en Cádiz el mar siempre está cerca. Que vayas donde vayas puedes sentirlo, como se siente el aire en el rostro aunque no lo veas. Pero se equivocan. Hay veces que está lejos, muy lejos, y entonces el sonido de las olas ni si quiera llega a quien pasea por la orilla. Y hay veces que está poderosamente cerca; tan cerca que se cuela por las rendijas de las casas y las mentes; oxidando el hierro, bañando las ideas.
Ése era un día de aquellos. El suave aroma del Atlántico se filtraba por la ventana entreabierta de la biblioteca como si con sus tentáculos invisibles quisiera atraer a los estudiantes. Olía a salitre, a moluscos, a líquenes y a perfume de sirena.
«Venid a mí», parecía susurrar con voz de Neptuno desde las profundidades, «abandonad los apuntes, y los ordenadores. Yo os convoco.»
Ese mar era el mismo mar que enamoró a Lord Byron; era el mismo que cerró el paso a la Armada Imperial de Napoleón; el mismo que surcó Julio César antes de dejar sus ofrendas en el Templo de Hércules. ¿Quién podría negarle a ese mar si quiera una mirada, un pensamiento?
Rafael hacía un buen rato que repasaba sus apuntes, pero no los leía. Frente a su portátil, abierto como una concha que en lugar de perla atesora un campus virtual, hacía rato que se había perdido en ensoñaciones. El azul que reverberaba al otro lado de los muros de la facultad lo había capturado, y ya iba, cual marinero en un bote a la deriva, persiguiendo una cabellera pelirroja y sinuosa que danzaba bajo las aguas.
            —Rafa —oyó que decía una voz junto él, pero a la vez muy distante—. ¡Rafael!
            El chico salió de sus pensamientos un segundo y se encontró con el rostro regordete y afable de su amigo Esteban, que le apremiaba para que se pusiera manos a la obra.
            —Estás en la inopia, chaval —le susurró a modo de regañina.
            Pero la atención de Rafael no duró mucho, porque algo lo distrajo: una silueta sonriente que había aparecido en un segundo plano, por detrás de Esteban. Era una chica; la chica más hermosa que había visto nunca. No tenía la melena roja de la sirena de su fantasía, pero algo en ella era magnético, misterioso, intrigante. Tenía el cabello recogido en una trenza y su vestido de falda larga parecía sacado de otra época. Llevaba un objeto en las manos. A Rafael le pareció que se trataba de un libro. La muchacha, al ver que la miraba, le sonrió y a él apenas le dio tiempo de devolverle la sonrisa, pues se esfumó juguetona tras una estantería.
            —¿Has visto a esa chica? —preguntó obnubilado a su compañero de estudios.
           —¿A qué chica? —respondió Esteban, girándose en la silla—. Yo no veo a nadie… Oye, ¿qué te pasa hoy? —chasqueó la lengua—. Venga, que tenemos que terminar el trabajo, ¡hay que entregarlo antes de las doce!
            —Dame un minuto, Esteban.
            Rafael arrastró su silla y se puso en pie ante la mirada confundida de su compañero. Oyó que lo llamaba, pero lo ignoró. De repente sentía un fuerte deseo de conocer a esa enigmática muchacha que le había sonreído. Tenía que averiguar quién era…
            Se encaminó hacia la estantería tras la que había desaparecido segundos antes y no la halló. ¿Dónde se había metido? ¡Era como si la tierra se la hubiera tragado! Entonces se percató de que alguien había dejado un libro mal colocado en un estante; un libro con cubiertas de cuero negro que Rafael no pudo evitar tomar entre sus manos y abrir. Sus páginas estaban arrugadas, como si se hubieran mojado y luego secado al sol y había restos verdes y viscosos pegados entre ellas. Algas. Un intenso olor a mar lo sacudió por dentro y la chica de las extrañas vestiduras se materializó ante él.
            —Hola —se atrevió a susurrar Rafael.
            Ella sonrió y emprendió la carrera, al parecer muy divertida, y Rafael no tuvo por menos que seguirla. ¿Quién era? ¿Qué quería de él? Una poderosa curiosidad se adueñó de su alma. Necesitaba saber al menos su nombre. La joven bajó las escaleras alzando con habilidad los bajos de su falda y por fin, salió al patio de la facultad, donde la recibió un sol radiante.
            —Espera, por favor —rogó Rafael corriendo tras ella—. Dime quién eres.
            La chica volvió a sonreír con picardía, pero al fin, se detuvo y esperó a que Rafael se situara frente a ella. Él se colocó muy cerca, con el libro en las manos.
            —Hola —volvió a saludar.
            —Hola —sonrió la joven—. ¿Quién eres tú?
            —Yo soy Rafa, estudiante del Grado de Administración y Dirección de Empresas —se presentó extendiendo una mano. Un gesto que le habría hecho sentirse ridículo ante cualquier otra chica de su edad; al fin y al cabo los jóvenes ya no se presentaban así, con tantos formalismos, pero esa muchacha le inspiraba actuar de aquella manera. Y él se dejaba llevar.
        —Encantada, Rafa —dijo ella estrechando su mano. El contacto fue frío, electrizante: algo así debía de sentirse al tocar a un espectro recién salido del inframundo, pensó Rafael. O a una sirena. 
               —Yo me llamo Elena, Elena Gómez Aramburu —se presentó.
            ¿Aramburu? ¿De qué le sonaba ese apellido? Rafael estaba seguro de haberlo oído antes, en alguna parte, pero en ese momento no logró recordarlo. Sus neuronas ya debían de estar ahogadas en café después de una semana de exámenes y trabajos.
            —¿Estudias aquí? —preguntó curioso. La indumentaria de Elena, con aquel vestido de encaje largo hasta los tobillos, le parecía de lo más pintoresca.
            —Oh, no —respondió atusándose la trenza que serpenteaba sobre su hombro—. Sólo he venido de visita. Me gusta dar consuelo a algunos enfermos del hospital de mi tío.
            —¿El hospital de tu tío? ¿A qué hospital te refieres? —quiso saber. O su cerebro estaba muy espeso ese día o allí estaba sucediendo algo raro.
            —¡Al Hospital de Mora! —aclaró ella como si fuera evidente—. Mi tío es José Moreno de Mora, debes de conocerlo, ¡es el gran benefactor de Cádiz! La gente lo quiere mucho… Y mi tía se llama Micaela Aramburu, dicen que es la mujer más guapa de Europa. Supongo que a los Aramburu sí que nos conoces, ¿no? Los banqueros…
            —Yo… —dudó Rafael.
            —¡Ah, ya veo que has encontrado mi libro! —cambió de tema Elena, quitándole el extraño volumen de las manos. Acto seguido lo abrió y el ambiente comenzó a enrarecerse y a tornarse pálido, casi grisáceo, como en esas fotos en blanco y negro que llenan los álbumes olvidados, los museos y los mercadillos de antigüedades. Un intenso olor a mar inundó el patio, tanto que provocó en el muchacho un leve mareo y hubo aferrarse a una columna para no caer.
            —¿Estás bien, Rafa? —le preguntó Elena. El contacto de su suave y pálida mano volvió a ser frío y eléctrico sobre su hombro, como el de un fantasma.
            Cuando el chico abrió los ojos y miró a su alrededor, se quedó boquiabierto. Seguía estando en el patio de la facultad de Empresariales, solo que ahora no era el patio de la facultad, ¡sino la entrada al antiguo Hospital de Mora! Los suelos eran los originales, los azulejos volvían a decorar las paredes aquí y allá, las blancas columnas relucían como el primer día, trasegaba la gente vestida con ropas de principios del siglo pasado, camillas con enfermos quejosos y monjas con sus tocas de vuelo almidonado sobre las cabezas. ¿Qué acababa de suceder? ¡Había viajado en el tiempo! Y ahora sus vaqueros rotos y su sudadera de Star Wars desentonaban escandalosamente con el entorno. Era como si lo envolviera una película rodada por los primeros cinematógrafos y sólo Elena y él se percibían a todo color.
            —No te asustes —susurró Elena a su lado. Su voz era melódica, dulce y tierna—. Confía en mí, Rafa, sólo quiero contarte algunas historias… ¿Te apetece oírlas?
            —Sí… —contestó turbado. No sabía por qué, pero sentía que podía confiar en ella. Estaba seguro de que aunque todo aquello pareciera una locura, acabaría encontrándole el sentido—. Pero ¿por qué me las quieres contar a mí? No soy nadie especial —dijo.
            —Porque tú has respondido a mi llamada, Rafael… Mientras la mayoría de los estudiantes pasan horas en las bibliotecas y nunca se fijan en los libros ni en los personajes que las habitan, tú tenías los ojos bien abiertos a ellos —sonrió—. ¡Ven, sígueme! ¡Hay muchas cosas que ver, y muy poco tiempo!
            Elena lo tomó de la mano y lo arrastró fuera del edificio. Un carruaje que llegaba a toda prisa con una embarazada a punto de dar a luz casi los atropelló y tuvieron que frenar en seco. De repente una descolorida pero hermosa playa de La Caleta apareció ante ellos y Rafael sintió que faltaba algo en aquella visión, como si fuera el cuadro de la Mona Lisa, al que alguien hubiese borrado la sonrisa con aguarrás.
            —¿Dónde están los árboles? —preguntó con sorpresa.
          —¿Qué árboles? —Elena se encogió de hombros—. ¿Los ficus? ¡No los han plantado todavía, mi querido Rafa!
            ¿Cómo que no los habían plantado todavía? Aquello era inquietante, pero Elena era tan bonita y se veía tan feliz, que Rafael sólo podía dejarse llevar por ella. Corrieron hasta la orilla de La Caleta y la chica se remangó la falda del vestido, se deshizo de los botines y sumergió los pies en el agua. Rafael hizo lo propio con los zapatos de deporte y los calcetines y ambos rieron y se salpicaron durante un rato. En ese momento no importaba nada, ni aquel campus virtual esperando el último trabajo del curso, ni que el ambiente se hubiese cubierto de tonos grises, ni que todo aquello fuera un sueño imposible… Elena tenía una sonrisa divina, unos ojos de caramelo, y se había fijado en él. ¿Qué importaba el mundo? ¡Que se cayera a pedazos si quería! Entre una broma y otra, la muchacha le robó un beso. Sus labios tenían un regusto salado que lo transportaron de nuevo en el tiempo. Volvió el olor a mar y el «mareo». Cuando abrió los ojos, Elena ya no estaba a su lado y se oían fuertes cañonazos por toda la bahía.
            —¡Apártate de ahí, muchacho, si no quieres que los gabachos te arranquen la cabeza! —le gritó un caballero con un fuerte acento británico.
            Aunque todo seguía viéndose en una escala de grises, el caballero sí tenía color. Era joven y apuesto, de tez clara, mirada azul y casaca roja llena de bordados de oro.
            —¿Quién es usted? —preguntó Rafael mientras se colocaba los calcetines y los zapatos con nerviosismo. Aunque estaba en la playa, de repente se sentía ridículo por estar descalzo, como sucede en esas pesadillas en las que acudes a la facultad en pijama y con tus zapatillas de cuadros de andar por casa, provocando la burla de compañeros y profesores.
            —Soy el duque de Wellington, hijo —respondió con su curioso acento—. Aunque tú puedes llamarme Arthur, si quieres.
            —¡¿Es usted Sir Arthur Wellesley, el que derrotó a José Bonaparte en la batalla de Talavera y en los Arapiles; el que tuvo una casa en Cádiz durante el asedio?! —preguntó incrédulo. A ése personaje sí que lo conocía. Había visto un cuadro suyo en alguna parte.
            —El mismo, muchacho —contestó el caballero inglés, henchido de orgullo. Sonrió y sus dientes blancos iluminaron un rostro de mentón poderoso—. Estos gabachos nos están dando mucho que hacer en la Península Ibérica…
            De repente unas nubes oscurísimas, como impregnadas de un espeso humo, se arremolinaron en el cielo y comenzó a llover fuertemente. El duque de Wellington y Rafael corrieron a refugiarse bajo un techado mientras se oían cañonazos de un lado y tambores, palmas y salvas del otro.
            —¿Sabes, hijo? Hoy están proclamando la Constitución —explicó el duque—. La Pepa, ya sabes; los diputados reunidos en Cádiz son muy modernos. —Y continuó—: Pero, ah, los gabachos también están de celebración  por el santo de su rey José, fíjate qué casualidades. ¡Salvas y cañonazos! Ambos bandos están de fiesta el mismo día, pero por motivos bien distintos. La vida es muy rara, isn´t it?
            —Y que lo diga, Sir Arthur —bisbiseó Rafael.
            —Por cierto —se acordó el duque—. Traigo esto para ti…
            Sir Arthur extrajo de debajo de su casaca roja un libro con cubiertas húmedas y pequeños moluscos adheridos a ella. Rafael dudó un segundo si debía abrirlo o no, al fin y al cabo aquellos mareos lo estaban fatigando y quería pasar un rato más con el duque. ¡Elena se había marchado tan pronto!
            Pero entonces el mar se retiró hacia atrás, la marea comenzó a bajar  y a bajar, como sucede en las películas apocalípticas antes de que llegue un tsunami. Los peces saltaban en la orilla y Rafael se asustó mucho.
            —¿Qué sucede, Sir Arthur? No recuerdo que ocurriera nada parecido a un tsunami durante la Guerra de la Independencia…
            —En efecto, chico —confirmó el duque—. Esto no pertenece a mi época. Es el maremoto de Cádiz de 1755, que se ha colado en esta parte de la historia. A veces, todo se mezcla. ¡Vamos! ¡Abre el libro que te he dado y márchate, es peligroso!
            Las olas se aproximaban furiosas y enormes a la orilla y Rafael sintió tanto terror que abrió el libro sin demora. De nuevo lo invadió el olor y la sensación de mareo y de nuevo el paisaje a su alrededor cambió.
            Las nubes grises se marcharon, el cielo se aclaró y cuando Rafael abrió los ojos, se encontraba en una Cádiz muy distinta. Ya no se oían cañonazos, ni había olas enormes queriendo engullir la ciudad, pero tampoco volvía a percibirse el constante y familiar fluir de los coches por la carretera. Aquella, ¿qué Cádiz era? Faltaban edificios por todas partes y los perfiles que se recortaban contra el cielo eran ancianos y misteriosos. De repente una barquita comenzó a acercarse hacia la orilla. En ella llegaban algunos hombres con vestimentas medievales y entre ellos distinguió a un eclesiástico, que era el único cuya piel y vestiduras tenían color en medio del paisaje gris.
            —¡Apartaos de ahí, joven del futuro! —chilló el hombre desde la barca—. ¡Traemos al monstruo! ¡Por fin lo hemos capturado!
            Rafael se hizo a un lado y comenzó a elucubrar sobre qué monstruo podría ser aquel, pues no recordaba ninguna historia de monstruos en Cádiz.
            —¿Y usted quién es? —se atrevió a preguntar.
            —¿Yo? ¿Quién voy a ser, jovencito? Soy nada menos que fray Benito Jerónimo Feijoo, y con la ayuda de estos gallardos marineros, traigo por fin al hombre-pez.
            ¡El hombre-pez! Rafael puso atención al pesado fardo que los marineros bajaron de la barca. Envuelto en redes de pescar, se hallaba un hombre corpulento de cabello rojizo, piel cubierta de escamas y manos y pies palmeados. ¡Un momento, él había oído algo de aquella historia! Muchos decían que era sólo una leyenda… Pero el periodista Íker Jiménez había hablado de él en su programa Cuarto Milenio, como también había mencionado los famosos ruidos metálicos de la bahía o los dibujos de rostros misteriosos en los enormes ficus del Hospital de Mora.
            —¿Qué vais a hacer con él? —Esa parte no la recordaba muy bien.
            —Pues qué vamos a hacer, hijo, interrogarlo para ver si nos revela de dónde viene y cómo es el «Reino Sumergido del Mar»… —aclaró fray Benito.
            Rafael observó cómo los marineros envolvían al hombre-pez en una manta y lo subían a un carro para alejarse de allí a toda prisa junto a fray Benito, que se despidió de él alzando una mano. Del carro en marcha cayó un objeto y cuando Rafael se acercó a recogerlo, vio que se trataba de un libro envuelto en una red de pescar: la próxima parada.
            Lo abrió y Cádiz cambió de nuevo sus contornos. Los edificios se hicieron aún más bajos y las vestiduras de los viandantes se transformaron en vaporosas túnicas de lino y sedas y en sandalias de cuero y esparto. ¡Aquello era Gades, la Gades romana!
            Viendo que ningún personaje lo asediaba, Rafael decidió pasear tranquilamente por la bahía. Observó maravillado a todos aquellos personajes clásicos, y se preguntó por qué nadie se espantaba de su aspecto de veinteañero del siglo XXI. Era como si nadie pudiese verlo… Hasta que un señor de cabello ensortijado y túnica blanca con listones púrpura se le acercó. La única persona a color. Y Rafael dedujo que sería su nuevo compañero de viaje. Algo parecido sucedía en los videojuegos de aventuras cuando sobre la cabeza de un personaje aparecía una flecha luminosa. Eso quería decir que debía acercarse y hablar con él, porque podría aportarle valiosa información para la misión. Ojalá en la vida real la gente buena o interesante llevara esa flecha sobre la cabeza, pensó el estudiante. Así sería mucho más fácil encontrarla.
            —¿Eres tú Rafael, verdad? —le preguntó el hombre, con un acento que parecía italiano.
            —Sí, soy yo… —dijo ya sin espantarse—. ¿Y usted es…?
            —Ja,ja,ja —rió el hombre—. No me digas que a mí tampoco me reconoces, muchacho, soy Lucio Cornelio Balbo. ¿Es que tampoco conoces a la familia de los Balbo? Anda, ven, voy a enseñarte algo que quizás pueda interesarte…
            Rafael y el señor Balbo caminaron un largo rato por las calles de Gades. Las gaviotas sobrevolaban la orilla igual que lo hacían en el año 2017 y en la plaza, los vendedores proclamaban las bondades de sus productos recién salidos de la mar. Rafael se vio tentado de preguntar si en esa época ya existían las tortillitas de camarones, porque francamente después de tanto paseo, se le estaba abriendo el apetito.
            —Ven por aquí —le dijo el señor Balbo.
            Y por una abertura en el suelo de una lujosa domus romana, ambos comenzaron a descender una escalera de piedra, hasta llegar a lo que parecían pasadizos subterráneos.
            —Estas son las Cuevas de Hércules, muchacho —explicó el señor Balbo— y unen entre sí los edificios más importantes de la neapolis de Gades… ¿Qué te parece?
            Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Rafael. Aquellas galerías eran frías y tenebrosas, de techos amplios y paredes de piedra ostionera. El eco de la voz de Lucio Balbo era imponente allí abajo. ¿Acaso no era aquel uno de los amigos de Julio César, el Emperador?
            —Por cierto, chico, se me olvidaba entregarte esto… —dijo alargándole un papiro enrollado.
            Rafael supo que era hora de volver a viajar. Desenrolló el papiro y de repente las galerías comenzaron a inundarse de agua espumosa y salada. Balbo se había esfumado y el estudiante sintió pánico. ¿Y si moría allí, atrapado en otra época? Lo darían por desaparecido y nadie sabría nunca lo que le habría sucedido… Pero cuando estaba a punto de ser engullido por el mar, apareció ante él una figura llena de colores. Era una joven de piel aceitunada con una túnica verde mar, que se desplazaba con la lentitud y majestuosidad de una medusa. Lo agarró de un brazo y nadando con una fuerza impropia de alguien tan delicado, lo sacó de los túneles y lo llevó a la orilla del mar.
            —Y tú… ¿quién eres? —logró decir Rafael cuando escupió el agua que había tragado.
            —Soy Anaid —respondió ella. Llevaba muchas joyas: anillos de oro amarillo en todos los dedos, brazaletes finamente tallados, un pesado collar y una diadema de lapislázuli—. Pertenezco a la época de Gadir —aclaró.
            —Entonces, ¿eres fenicia?
            —Sí, y aunque en tu época aún no lo saben, mío es el sarcófago que está en vuestro museo, junto al del hombre barbado.
            Rafael estaba maravillado. Nunca imaginó tener a la Dama de Cádiz ante sus ojos. Había que reconocer que la chica era guapa, casi tanto como Elena Aramburu… ¿Qué habría sido de Elena?
            —Y ahora dime, ¿te gustan las historias que te he contado, Rafael? —preguntó la dama fenicia mientras pasaba las hojas de un pesado libro que de pronto descansaba sobre su regazo.
            —Sí, me han gustado mucho; pero entonces… ¿eres tú quien me las ha contado? —preguntó Rafael confundido.
            —Claro, mi curioso estudiante, porque yo soy Elena Aramburu, y Sir Arthur Wellesley y fray Benito y Lucio Balbo y también Anaid… Yo soy todos y ninguno a la vez… —dijo con una mirada enigmática—. Me gustaría contarte más cosas, pero es hora de que regreses a tu biblioteca. Ha llegado el momento de cerrar el último libro de la jornada y de cumplir con las tareas. Tu compañero debe de estar esperándote y tienes un trabajo que entregar antes de las doce.
            Rafael agachó la cabeza, triste.
            —¿No puedo quedarme un poquito más? —preguntó con mirada suplicante. Por un momento se sentía como Cenicienta, pidiéndole al hada madrina que le dejara quedarse un rato más en el baile, que no transformase en calabaza su carroza de oro todavía.
            —Ja,ja,ja —rió Anaid—. ¡Me gusta la gente curiosa! Gracias a ella las historias y leyendas nunca mueren y los libros no caen en el olvido, pero es hora de volver a tu tiempo, Rafael. Además de curioso, hay que ser responsable con el trabajo y buen compañero.
Le acarició el rostro con su mano gélida.
—Otro día te contaré más cosas. Cádiz tiene mucho que contar y gran parte de ello lo puedes descubrir en sus bibliotecas. Sólo tienes que estar atento y mirar bien.
            Anaid cerró el libro. Y de nuevo la mente de Rafael se inundó de mar. Todo le dio vueltas. El mareo se hizo casi insoportable… Hasta que abrió los ojos y reapareció en la biblioteca de la facultad de Empresariales. Estaba frente al estante donde encontró el primer libro, pero ahora en su lugar sólo había un charquito de agua.
            —Rafa, ¿vienes o qué? —oyó que le decía Esteban desde la mesa—. Tenemos que terminar el trabajo…
            Rafael miró a su alrededor. Estanterías. Libros. Estudiantes haciendo sus trabajos de última hora…Todo había vuelto a la normalidad.
            Regresó a la mesa y se sentó junto a su amigo, dispuesto a terminar aquel caso práctico con energías renovadas. Cuando se dispuso a teclear en su ordenador, las manos aún le temblaban de la emoción. ¿Es verdad que a veces los estudiantes necesitan desconectar un rato de sus obligaciones para retomarlas con más fuerza e ilusión?, se preguntó. No estaba seguro, pero quizá fuera cierta la leyenda universitaria; ésa que dice que el mar también tiene su biblioteca, y que de vez en cuando deja que alguien entre en ella y lea sus historias, todas las que una vez presenció y que nunca mueren porque son eternas. Eternas como el vaivén de sus olas.

Melissa F. T.
               



No hay comentarios:

Publicar un comentario