jueves, 4 de octubre de 2018

La llave de los misterios


Título: La llave de los misterios.
Autor: Jesús Relinque.
Editorial: Cazador de ratas.
Primera edición: Abril de 2018.
Nº de páginas: 313.
Género: Fantástico/Aventuras/ Juvenil.

SINOPSIS

Cádiz, 1989.
Juan tiene 11 años, cursa sexto de EGB en el colegio San  Felipe y se pasa las tardes leyendo aventuras y jugando a videojuegos en su ordenador personal. Sin embargo, el hallazgo de un enigmático libro  en la biblioteca le abrirá las puertas de los misterios que encierra una ciudad diferente al Cádiz que conoce. Una ciudad en la que existen objetos de poder, casas encantadas, árboles mágicos, laberintos bajo tierra y criaturas espectrales. En compañía de sus amigos, Juan debe averiguar si está preparado para vivir una aventura real.

RESEÑA
En primer lugar, tengo que reconocer que lo primero que me llamó la atención de este libro fue su portada. Sí, a veces es inevitable ser un poco superficial... Esa bruja de tonos verde azulados metida dentro de un ornamentado espejo coronado por una llave parecía llamarme: "Ven, tengo una historia que contarte..." Y yo, que no puedo negarme cuando de historias se trata, no tuve por menos que decirle que sí, que la seguiría hasta el confín.
En segundo lugar, me pregunté: ¿será un libro para niños? Que no es que una tenga inconveniente alguno en leer libros para niños, porque siendo buena, una historia no tiene edad, pero entonces leí aquello de "un libro para chavales/as de 12 a 14 años o chavales/as de 40" y ya me decidí a dar el salto y tirarme a la piscina.
El pasado sábado 29 de septiembre acudí a la presentación de Jesús Relinque en la librería Bibliopola, de Chiclana de la Frontera, y me hice con un ejemplar que el autor me dedicó y selló para el recuerdo.

Leyendas de Cádiz, misterios, los años ochenta, aventuras al estilo de Los Goonies... ¿Qué más le podía pedir? Así, de primeras, aglutinaba muchas de las cosas que me gustan. Estaba deseando leerlo. Y en efecto, me ha encantado.

A través de sus páginas he evocado mi infancia (aunque yo nací en 1986, en los años noventa no cambiaron mucho las cosas). Me he acordado de aquellas tardes de juego en el antiguo recreativo de Bahía Sur, en San Fernando, de mis primeras clases de informática en el colegio y cómo no, de los deliciosos Phoskitos. 

Creo que es una novela cargada de personajes entrañables (especialmente el protagonista y su abuelo), que crea expectación en el lector y que hace salir a flote su niño/a interior, ese/a que desea creer de nuevo que todo es posible, que existen las criaturas taumatúrgicas y que las leyendas pueden hacerse realidad.
Y hasta aquí mi opinión como lectora. Como escritora y enamorada de Cádiz no me queda más que darle la enhorabuena al autor y felicitarle por su trabajo. No todos los misterios se esconden en Madrid, Barcelona, o Londres... Cádiz existe, tiene tres mil años de historia y un buen puñado de leyendas. Ya va siendo hora de que nosotros, que hemos nacido y crecido en esta tierra, le demos la importancia que merece y la convirtamos en el escenario de nuestras aventuras. 
Sin más, os invito a dejaros seducir por la bruja de La llave de los misterios y a volver a creer en la magia, porque "Quien no se aventura, no ha ventura".

Otras lecturas relacionadas
Si después de leer esta novela os quedáis con ganas de más, además de esperar a que Jesús Relinque publique la siguiente, podéis leer las siguientes recomendaciones:
-Las tres muertes de Fermín Salvochea, de Jesús Cañadas (Roca Editorial). RESEÑA AQUÍ.

-Cádiz Oculto y Cádiz Oculto 2, de José Manuel Serrano Cueto (Ediciones Mayi).

Y también podéis encontrar más libros AQUÍ.
¡Hasta la próxima lectura, amigos!
NINFAMIEL.

jueves, 22 de marzo de 2018

A lo lejos se oyen tambores


A LO LEJOS SE OYEN TAMBORES

Todos los ojos están clavados en el Cristo que se eleva sobre la multitud; los del bebé regordete que lo contempla por primera vez; los de la vendedora de algodón de azúcar que se limpia las manos en el delantal; los de la anciana que llora recordando a un ser querido que ya no está; los de la pareja de novios que se toman de la mano. Todos los ojos, menos los de ella: una chica rubia que mira con disimulo las caras que la rodean. Sabe que Él está allí. La quiere atrapar.

            La talla de madera danza lentamente, rítmicamente. Hacia delante, hacia atrás. Un pasito. Otro. Decenas de pares de pies la mecen al compás de una música vibrante que inunda las calles de la ciudad; una música que se eleva, se esparce y estalla en sonidos de trompetas, clarinetes, trombones, flautas y tambores. Viento. Percusión. Las notas se cuelan por las azoteas, sortean rejas, esquivan muros y brincan de un oído a otro, de una esquina a otra, de un techo al siguiente. El paso es lento. La noche larga. Y los costaleros están cansados y sudorosos. Si los instrumentos callaran, si se hiciera el silencio de repente, se oirían las respiraciones renqueantes de los hombres, como remeros de galeras luchando contra el mar embravecido, moviendo los remos con brazos musculosos y torturados. «¡Qué bien se mece este paso!», grita el capataz animando a la cuadrilla. «¡Qué bien se mueve, qué bien se mueve!», sigue. Su voz es grave, ronca, áspera, y anima el vaivén. El paso baila con gracia, con gozo, con deleite. La melena castaña de la figura ondea en la brisa y traza dibujos serpenteantes bajo la corona de espinas. La frente sangra. Las manos atadas por delante sobre el faldón de su túnica violeta. El semblante triste, de mirada eterna. Y de pronto las campanas de la iglesia tañen y gimen con su voz metálica. Tolón-tolón. Tolón-tolón. Saludan a la procesión y a la gente que la contempla. Saludan a la a la cigüeña que duerme en su nido. Saludan a las estrellas titilantes que resplandecen en el velo negro del cielo. Saludan a la chica rubia que no mira a la figura de madera.

            Respiraciones agitadas por el esfuerzo; voz seca y de mando que abre la noche en dos; bocas que insuflan aire en tubos de metal; baquetas que golpean pieles de tambor. Y una oleada de aplausos en cientos de manos que se mueven como una marea, que se unen, se separan y se vuelven a unir. Corazones que palpitan desbocados, queriendo huir de las costillas. Líquido salado que resbala del lagrimal de unos ojos que no se lo esperaban. Sublimes compases que lo sacuden todo dentro de los cuerpos que los oyen. Y de repente las campanas cierran sus gargantas metálicas, el viento deja de circular por los tubos dorados y sólo un tambor sigue adelante. Pum. Pum. Pum. El capataz da un martillazo sobre la madera del paso. Toc. Luego otro. Toc. Y un tercero. Toc. «¡Ahí quedó!», grita. Los costaleros hacen descender la figura con suavidad hasta quedar de rodillas. Un niño se suelta de la mano de su madre y sale corriendo. Toca el faldón que cubre a los hombres y regresa. La anciana que lloraba se persigna. La chica rubia no mira a la talla de madera, ni a la iglesia, ni al nido que corona el campanario, ni al niño que corre.

            El tambor continúa solo. Pum. Pum. Pum. Luego le acompañan otros dos. De nuevo tres martillazos del capataz y su voz quebrada rasga el silencio. «¡Vámonos!». Los costaleros vuelven a la carga, el sudor perla sus frentes. Y la figura se aleja con paso largo de la puerta de una iglesia que casi se gira a despedirlo. «Adiós. Hasta el año que viene». Lleva siglos en el mismo suelo. Ella no se moverá. Lo esperará paciente. Suena el tintineo de una campanilla y aparece una nueva riada de capirotes altísimos y ojos escrutadores. Las manos enguantadas aferran cirios que derraman lágrimas de cera que tiñen los adoquines. Decenas, cientos de lucecitas que vienen desde lejos iluminan la calle, a un lado y otro, escolta de la oscuridad. La chica rubia, nerviosa, sondea esos ojos sin identidad. La turban. A su lado alguien hace crujir cáscaras de pipas. Cric. Cric. Cric. Caen al suelo y crispan sus nervios. ¿Dónde estará Él? ¿Se habrá ido? ¿Se habrá escondido? Está atrapada entre la multitud y no puede salir. La calle sigue cortada. Hace tiempo que lo perdió de vista, pero sabe que no desistirá. Él no.

            Una talla femenina se aproxima con paso lento. Altos cirios casi la cubren por completo. Las llamas se balancean. Y se balancean también el palio y los varales. Nuevos costaleros. Nuevos capataces. Sudor. Respiraciones agitadas que se oyen bajo los faldones. Pies descalzos, pálidos y fríos. Peticiones y promesas que revolotean alrededor de los capirotes. Ojos que miran sin que puedan mirarlos. Cinturones de cuerda que oscilan como péndulos huidos. El vaivén de un incensario plateado que esparce fragancia santa al ritmo del brazo del monaguillo. Dos sacerdotes de riguroso negro con la mirada perdida en un punto lejano.

            Y de repente, al otro lado de la calle, tras la multitud que se agolpa en primera fila, sus ojos. Ahí está Él. Y la está mirando. Desde hace un rato, quizá. Cuando sus miradas se cruzan, la chica rubia rompe a sudar. No puede escapar. Lo supo desde el principio.

            Empuja a un hombre que graba con su teléfono móvil y se abre paso entre la marea de gente usando manos y codos. Un último intento, se dice. Quizá, después de todo, haya una oportunidad. Camina. Corre. Se escabulle e intenta volverse invisible, traslúcida, etérea. Como el aire de la Tierra, como los sentimientos de sus habitantes. Los tambores continúan con su retahíla. Pum. Pum. Pum. Un joven de ojos rasgados toma una fotografía. Chac. Hace girar el objetivo de su cámara y toma otra. Chac. Y luego una oleada. Chac. Chac. Chac.

            Los capirotes de los penitentes se alejan, se hacen cada vez más pequeños, como gorros de duendecillos que se pierden en la distancia. Son rojos, como la sangre. La chica rubia los mira un instante y sigue avanzando. Hasta el final de la calle, se dice. Un poco más. Sólo un poco. Quizá haya esperanza. Pero en ese momento alguien respira muy cerca, casi puede sentir la calidez de su aliento en la nuca. Es Él, de nuevo. La sujeta de la muñeca con suavidad, con una delicadeza casi romántica. Las yemas de los dedos recorren sus venas azules, que palpitan a un ritmo vertiginoso.

            «No», dice ella con el pensamiento.

            «Te encontré. No puedes seguir aquí.»

            Los ojos de Él brillan con un relámpago azul, eléctrico. Y las dos figuras, unidas por ese ínfimo contacto —dedos y muñeca— se desvanecen juntas poco a poco; como un espejismo que nunca debió estar ahí; como un terrón de azúcar que se diluye en una taza de café; como la sombra que se desliga de los pasos de su dueño; como la nota discordante que abandona un pentagrama.

            Después de unos segundos, al final de la calle sólo queda la huella azulada de unos pies. La pareja ha desaparecido. O regresado. La viajera intrusa y el policía de las estrellas.

A lo lejos se oyen tambores.



NINFAMIEL.

domingo, 18 de marzo de 2018

Las tres muertes de Fermín Salvochea


Título: Las tres muertes de Fermín Salvochea
Autor: Jesús Cañadas
Editorial: Roca
Primera edición: Octubre de 2017
Nº de páginas: 410
Género: Novela fantástica

SINOPSIS
En marzo de 1873, recién instaurada la Primera República, Fermín Salvochea tomó posesión del cargo de alcalde de Cádiz. Siguiendo su espíritu anarquista, adoptó una serie de medidas polémicas que le granjearon la simpatía de los pobres al mismo tiempo que la animadversión de las clases pudientes y del clero. Una de esas medidas fue el desahucio del Convento de la Candelaria.
Esto es Historia. El resto de lo que contienen estas páginas podría no serlo.
1907. Fermín Salvochea, legendario alcalde de la ciudad de Cádiz, fallece en extrañas circunstancias. Ese mismo día, Juaíco, un barbero viejo y borracho, decide contarle la historia de Salvochea a su hijo Sebastián.
1873. El joven Juaíco empieza a trabajar para Fermín Salvochea durante su primera semana como alcalde. Una muerte en un burdel los embarcará en una aventura llena de misterios, magia negra y venganza más allá de la tumba.
1907. Un enigmático teatro de los horrores ha llegado a Cádiz. Brutales asesinatos se suceden en los callejones de la ciudad. Sólo Sebastián y sus amigos podrán encontrar la verdad tras la historia de Juaíco y proteger Cádiz del mal antiguo que anida en sus entrañas.
RESEÑA
¿Qué puedo decir de esta novela que no se haya dicho ya? Fans del Steampunk, de los vampiros y de las leyendas oscuras, tenéis que leerla. Gaditanos y no gaditanos, tenéis que leerla. Pero, vayamos por partes.
En primer lugar, hablemos de la trama. Nos encontramos con dos líneas temporales, la primera, en el año 1907, se centra en el personaje de Sebastián (hijo del barbero llamado Juaíco) y su grupo de amigos (el Pani, Candela y Julieta) y la segunda, en el año 1873, centrada en el propio Juaíco y sus aventuras con el alcalde Fermín Salvochea. Aunque realmente no es una novela de personajes individuales, sino más bien una novela coral, donde son muchos los que intervienen. Por un lado lado los niños, y por otro, las historias del padre de uno de ellos, que no se sabe si están construidas sobre mentiras o verdades.
En segundo lugar, hablemos de los personajes. Esta novela mezcla personajes ficticios (Sebastián, sus amigos, Juaíco...) con personajes reales (Fermín Salvochea, la tertuliana Margarita López de Morla, la familia Aramburu...). Y Jesús Cañadas los mezcla de una manera tan magistral, que casi cuesta distinguir quiénes existieron de verdad y quiénes son fruto de su imaginación.
En tercer lugar, el ambiente. No puede ser más gaditano. Descripciones de las calles, casas y gentes de Cádiz como no había visto en mucho tiempo (quizá desde Galdós y su "Cádiz" o Ramón Solís y "Un siglo llama a la puerta"). Parece que estamos paseando en todo momento por la Tacita de Plata.
En cuarto lugar, la prosa y el estilo. Cañadas utiliza un lenguaje bello y metafórico mezclado con palabras al más puro estilo gaditano (la novela contiene un glosario de términos) lo que da lugar a una obra original y única.  Por fin un escritor gaditano escribe sobre Cádiz como lo haría un gaditano.
En quinto lugar, el Steampunk. Un subgénero literario surgido en los años ochenta que fusiona la estética victoriana con una tecnología futurista que, sin embargo, se basa en el vapor y en los artilugios propios del siglo XIX. ¿Qué puedo decir de esto? Que me ENCANTA cómo lo trabaja Jesús Cañadas. Hay una escena en la catedral de Cádiz que se quedará guardada en mi memoria para siempre. GENIAL.
Y por último, los vampiros. No se parecen en nada a los de Crepúsculo, tranquilos. No brillan, ni se enamoran de muchachas de instituto. Estos muerden, muerden de verdad. Y el ajo los destruye. Son vampiros de toda la vida, pero con una peculiaridad: son gaditanos. Y el mar tiene mucho que ver con ellos.
Para terminar, sólo puedo decir que si os gustó la película de los Goonies, o la serie Stranger Things o cualquier historia de niños que investigan un misterio al más puro estilo ochentero, tenéis que leer esta obra. Y si no, también, porque una vez que empecéis, no podréis parar. 
1983
¡Gracias, Jesús Cañadas, por esos ratos inolvidables que me has hecho pasar frente a un libro!
¿Conocéis al autor? ¿Habéis leído algo suyo? Dejádmelo en los comentarios.

NINFAMIEL.
P.D.: Aquí os dejo un enlace a las primeras páginas de la novela: http://www.jesuscanadas.com/las-tres-muertes-de-fermin-salvochea/

La biblioteca del mar


LA BIBLIOTECA DEL MAR (por Melissa Franco)
V Certamen Literario de Narrativa Breve "Biblioteca UCA"

Ese día el mar estaba cerca. Algunos pensarán que en Cádiz el mar siempre está cerca. Que vayas donde vayas puedes sentirlo, como se siente el aire en el rostro aunque no lo veas. Pero se equivocan. Hay veces que está lejos, muy lejos, y entonces el sonido de las olas ni si quiera llega a quien pasea por la orilla. Y hay veces que está poderosamente cerca; tan cerca que se cuela por las rendijas de las casas y las mentes; oxidando el hierro, bañando las ideas.
Ése era un día de aquellos. El suave aroma del Atlántico se filtraba por la ventana entreabierta de la biblioteca como si con sus tentáculos invisibles quisiera atraer a los estudiantes. Olía a salitre, a moluscos, a líquenes y a perfume de sirena.
«Venid a mí», parecía susurrar con voz de Neptuno desde las profundidades, «abandonad los apuntes, y los ordenadores. Yo os convoco.»
Ese mar era el mismo mar que enamoró a Lord Byron; era el mismo que cerró el paso a la Armada Imperial de Napoleón; el mismo que surcó Julio César antes de dejar sus ofrendas en el Templo de Hércules. ¿Quién podría negarle a ese mar si quiera una mirada, un pensamiento?
Rafael hacía un buen rato que repasaba sus apuntes, pero no los leía. Frente a su portátil, abierto como una concha que en lugar de perla atesora un campus virtual, hacía rato que se había perdido en ensoñaciones. El azul que reverberaba al otro lado de los muros de la facultad lo había capturado, y ya iba, cual marinero en un bote a la deriva, persiguiendo una cabellera pelirroja y sinuosa que danzaba bajo las aguas.
            —Rafa —oyó que decía una voz junto él, pero a la vez muy distante—. ¡Rafael!
            El chico salió de sus pensamientos un segundo y se encontró con el rostro regordete y afable de su amigo Esteban, que le apremiaba para que se pusiera manos a la obra.
            —Estás en la inopia, chaval —le susurró a modo de regañina.
            Pero la atención de Rafael no duró mucho, porque algo lo distrajo: una silueta sonriente que había aparecido en un segundo plano, por detrás de Esteban. Era una chica; la chica más hermosa que había visto nunca. No tenía la melena roja de la sirena de su fantasía, pero algo en ella era magnético, misterioso, intrigante. Tenía el cabello recogido en una trenza y su vestido de falda larga parecía sacado de otra época. Llevaba un objeto en las manos. A Rafael le pareció que se trataba de un libro. La muchacha, al ver que la miraba, le sonrió y a él apenas le dio tiempo de devolverle la sonrisa, pues se esfumó juguetona tras una estantería.
            —¿Has visto a esa chica? —preguntó obnubilado a su compañero de estudios.
           —¿A qué chica? —respondió Esteban, girándose en la silla—. Yo no veo a nadie… Oye, ¿qué te pasa hoy? —chasqueó la lengua—. Venga, que tenemos que terminar el trabajo, ¡hay que entregarlo antes de las doce!
            —Dame un minuto, Esteban.
            Rafael arrastró su silla y se puso en pie ante la mirada confundida de su compañero. Oyó que lo llamaba, pero lo ignoró. De repente sentía un fuerte deseo de conocer a esa enigmática muchacha que le había sonreído. Tenía que averiguar quién era…
            Se encaminó hacia la estantería tras la que había desaparecido segundos antes y no la halló. ¿Dónde se había metido? ¡Era como si la tierra se la hubiera tragado! Entonces se percató de que alguien había dejado un libro mal colocado en un estante; un libro con cubiertas de cuero negro que Rafael no pudo evitar tomar entre sus manos y abrir. Sus páginas estaban arrugadas, como si se hubieran mojado y luego secado al sol y había restos verdes y viscosos pegados entre ellas. Algas. Un intenso olor a mar lo sacudió por dentro y la chica de las extrañas vestiduras se materializó ante él.
            —Hola —se atrevió a susurrar Rafael.
            Ella sonrió y emprendió la carrera, al parecer muy divertida, y Rafael no tuvo por menos que seguirla. ¿Quién era? ¿Qué quería de él? Una poderosa curiosidad se adueñó de su alma. Necesitaba saber al menos su nombre. La joven bajó las escaleras alzando con habilidad los bajos de su falda y por fin, salió al patio de la facultad, donde la recibió un sol radiante.
            —Espera, por favor —rogó Rafael corriendo tras ella—. Dime quién eres.
            La chica volvió a sonreír con picardía, pero al fin, se detuvo y esperó a que Rafael se situara frente a ella. Él se colocó muy cerca, con el libro en las manos.
            —Hola —volvió a saludar.
            —Hola —sonrió la joven—. ¿Quién eres tú?
            —Yo soy Rafa, estudiante del Grado de Administración y Dirección de Empresas —se presentó extendiendo una mano. Un gesto que le habría hecho sentirse ridículo ante cualquier otra chica de su edad; al fin y al cabo los jóvenes ya no se presentaban así, con tantos formalismos, pero esa muchacha le inspiraba actuar de aquella manera. Y él se dejaba llevar.
        —Encantada, Rafa —dijo ella estrechando su mano. El contacto fue frío, electrizante: algo así debía de sentirse al tocar a un espectro recién salido del inframundo, pensó Rafael. O a una sirena. 
               —Yo me llamo Elena, Elena Gómez Aramburu —se presentó.
            ¿Aramburu? ¿De qué le sonaba ese apellido? Rafael estaba seguro de haberlo oído antes, en alguna parte, pero en ese momento no logró recordarlo. Sus neuronas ya debían de estar ahogadas en café después de una semana de exámenes y trabajos.
            —¿Estudias aquí? —preguntó curioso. La indumentaria de Elena, con aquel vestido de encaje largo hasta los tobillos, le parecía de lo más pintoresca.
            —Oh, no —respondió atusándose la trenza que serpenteaba sobre su hombro—. Sólo he venido de visita. Me gusta dar consuelo a algunos enfermos del hospital de mi tío.
            —¿El hospital de tu tío? ¿A qué hospital te refieres? —quiso saber. O su cerebro estaba muy espeso ese día o allí estaba sucediendo algo raro.
            —¡Al Hospital de Mora! —aclaró ella como si fuera evidente—. Mi tío es José Moreno de Mora, debes de conocerlo, ¡es el gran benefactor de Cádiz! La gente lo quiere mucho… Y mi tía se llama Micaela Aramburu, dicen que es la mujer más guapa de Europa. Supongo que a los Aramburu sí que nos conoces, ¿no? Los banqueros…
            —Yo… —dudó Rafael.
            —¡Ah, ya veo que has encontrado mi libro! —cambió de tema Elena, quitándole el extraño volumen de las manos. Acto seguido lo abrió y el ambiente comenzó a enrarecerse y a tornarse pálido, casi grisáceo, como en esas fotos en blanco y negro que llenan los álbumes olvidados, los museos y los mercadillos de antigüedades. Un intenso olor a mar inundó el patio, tanto que provocó en el muchacho un leve mareo y hubo aferrarse a una columna para no caer.
            —¿Estás bien, Rafa? —le preguntó Elena. El contacto de su suave y pálida mano volvió a ser frío y eléctrico sobre su hombro, como el de un fantasma.
            Cuando el chico abrió los ojos y miró a su alrededor, se quedó boquiabierto. Seguía estando en el patio de la facultad de Empresariales, solo que ahora no era el patio de la facultad, ¡sino la entrada al antiguo Hospital de Mora! Los suelos eran los originales, los azulejos volvían a decorar las paredes aquí y allá, las blancas columnas relucían como el primer día, trasegaba la gente vestida con ropas de principios del siglo pasado, camillas con enfermos quejosos y monjas con sus tocas de vuelo almidonado sobre las cabezas. ¿Qué acababa de suceder? ¡Había viajado en el tiempo! Y ahora sus vaqueros rotos y su sudadera de Star Wars desentonaban escandalosamente con el entorno. Era como si lo envolviera una película rodada por los primeros cinematógrafos y sólo Elena y él se percibían a todo color.
            —No te asustes —susurró Elena a su lado. Su voz era melódica, dulce y tierna—. Confía en mí, Rafa, sólo quiero contarte algunas historias… ¿Te apetece oírlas?
            —Sí… —contestó turbado. No sabía por qué, pero sentía que podía confiar en ella. Estaba seguro de que aunque todo aquello pareciera una locura, acabaría encontrándole el sentido—. Pero ¿por qué me las quieres contar a mí? No soy nadie especial —dijo.
            —Porque tú has respondido a mi llamada, Rafael… Mientras la mayoría de los estudiantes pasan horas en las bibliotecas y nunca se fijan en los libros ni en los personajes que las habitan, tú tenías los ojos bien abiertos a ellos —sonrió—. ¡Ven, sígueme! ¡Hay muchas cosas que ver, y muy poco tiempo!
            Elena lo tomó de la mano y lo arrastró fuera del edificio. Un carruaje que llegaba a toda prisa con una embarazada a punto de dar a luz casi los atropelló y tuvieron que frenar en seco. De repente una descolorida pero hermosa playa de La Caleta apareció ante ellos y Rafael sintió que faltaba algo en aquella visión, como si fuera el cuadro de la Mona Lisa, al que alguien hubiese borrado la sonrisa con aguarrás.
            —¿Dónde están los árboles? —preguntó con sorpresa.
          —¿Qué árboles? —Elena se encogió de hombros—. ¿Los ficus? ¡No los han plantado todavía, mi querido Rafa!
            ¿Cómo que no los habían plantado todavía? Aquello era inquietante, pero Elena era tan bonita y se veía tan feliz, que Rafael sólo podía dejarse llevar por ella. Corrieron hasta la orilla de La Caleta y la chica se remangó la falda del vestido, se deshizo de los botines y sumergió los pies en el agua. Rafael hizo lo propio con los zapatos de deporte y los calcetines y ambos rieron y se salpicaron durante un rato. En ese momento no importaba nada, ni aquel campus virtual esperando el último trabajo del curso, ni que el ambiente se hubiese cubierto de tonos grises, ni que todo aquello fuera un sueño imposible… Elena tenía una sonrisa divina, unos ojos de caramelo, y se había fijado en él. ¿Qué importaba el mundo? ¡Que se cayera a pedazos si quería! Entre una broma y otra, la muchacha le robó un beso. Sus labios tenían un regusto salado que lo transportaron de nuevo en el tiempo. Volvió el olor a mar y el «mareo». Cuando abrió los ojos, Elena ya no estaba a su lado y se oían fuertes cañonazos por toda la bahía.
            —¡Apártate de ahí, muchacho, si no quieres que los gabachos te arranquen la cabeza! —le gritó un caballero con un fuerte acento británico.
            Aunque todo seguía viéndose en una escala de grises, el caballero sí tenía color. Era joven y apuesto, de tez clara, mirada azul y casaca roja llena de bordados de oro.
            —¿Quién es usted? —preguntó Rafael mientras se colocaba los calcetines y los zapatos con nerviosismo. Aunque estaba en la playa, de repente se sentía ridículo por estar descalzo, como sucede en esas pesadillas en las que acudes a la facultad en pijama y con tus zapatillas de cuadros de andar por casa, provocando la burla de compañeros y profesores.
            —Soy el duque de Wellington, hijo —respondió con su curioso acento—. Aunque tú puedes llamarme Arthur, si quieres.
            —¡¿Es usted Sir Arthur Wellesley, el que derrotó a José Bonaparte en la batalla de Talavera y en los Arapiles; el que tuvo una casa en Cádiz durante el asedio?! —preguntó incrédulo. A ése personaje sí que lo conocía. Había visto un cuadro suyo en alguna parte.
            —El mismo, muchacho —contestó el caballero inglés, henchido de orgullo. Sonrió y sus dientes blancos iluminaron un rostro de mentón poderoso—. Estos gabachos nos están dando mucho que hacer en la Península Ibérica…
            De repente unas nubes oscurísimas, como impregnadas de un espeso humo, se arremolinaron en el cielo y comenzó a llover fuertemente. El duque de Wellington y Rafael corrieron a refugiarse bajo un techado mientras se oían cañonazos de un lado y tambores, palmas y salvas del otro.
            —¿Sabes, hijo? Hoy están proclamando la Constitución —explicó el duque—. La Pepa, ya sabes; los diputados reunidos en Cádiz son muy modernos. —Y continuó—: Pero, ah, los gabachos también están de celebración  por el santo de su rey José, fíjate qué casualidades. ¡Salvas y cañonazos! Ambos bandos están de fiesta el mismo día, pero por motivos bien distintos. La vida es muy rara, isn´t it?
            —Y que lo diga, Sir Arthur —bisbiseó Rafael.
            —Por cierto —se acordó el duque—. Traigo esto para ti…
            Sir Arthur extrajo de debajo de su casaca roja un libro con cubiertas húmedas y pequeños moluscos adheridos a ella. Rafael dudó un segundo si debía abrirlo o no, al fin y al cabo aquellos mareos lo estaban fatigando y quería pasar un rato más con el duque. ¡Elena se había marchado tan pronto!
            Pero entonces el mar se retiró hacia atrás, la marea comenzó a bajar  y a bajar, como sucede en las películas apocalípticas antes de que llegue un tsunami. Los peces saltaban en la orilla y Rafael se asustó mucho.
            —¿Qué sucede, Sir Arthur? No recuerdo que ocurriera nada parecido a un tsunami durante la Guerra de la Independencia…
            —En efecto, chico —confirmó el duque—. Esto no pertenece a mi época. Es el maremoto de Cádiz de 1755, que se ha colado en esta parte de la historia. A veces, todo se mezcla. ¡Vamos! ¡Abre el libro que te he dado y márchate, es peligroso!
            Las olas se aproximaban furiosas y enormes a la orilla y Rafael sintió tanto terror que abrió el libro sin demora. De nuevo lo invadió el olor y la sensación de mareo y de nuevo el paisaje a su alrededor cambió.
            Las nubes grises se marcharon, el cielo se aclaró y cuando Rafael abrió los ojos, se encontraba en una Cádiz muy distinta. Ya no se oían cañonazos, ni había olas enormes queriendo engullir la ciudad, pero tampoco volvía a percibirse el constante y familiar fluir de los coches por la carretera. Aquella, ¿qué Cádiz era? Faltaban edificios por todas partes y los perfiles que se recortaban contra el cielo eran ancianos y misteriosos. De repente una barquita comenzó a acercarse hacia la orilla. En ella llegaban algunos hombres con vestimentas medievales y entre ellos distinguió a un eclesiástico, que era el único cuya piel y vestiduras tenían color en medio del paisaje gris.
            —¡Apartaos de ahí, joven del futuro! —chilló el hombre desde la barca—. ¡Traemos al monstruo! ¡Por fin lo hemos capturado!
            Rafael se hizo a un lado y comenzó a elucubrar sobre qué monstruo podría ser aquel, pues no recordaba ninguna historia de monstruos en Cádiz.
            —¿Y usted quién es? —se atrevió a preguntar.
            —¿Yo? ¿Quién voy a ser, jovencito? Soy nada menos que fray Benito Jerónimo Feijoo, y con la ayuda de estos gallardos marineros, traigo por fin al hombre-pez.
            ¡El hombre-pez! Rafael puso atención al pesado fardo que los marineros bajaron de la barca. Envuelto en redes de pescar, se hallaba un hombre corpulento de cabello rojizo, piel cubierta de escamas y manos y pies palmeados. ¡Un momento, él había oído algo de aquella historia! Muchos decían que era sólo una leyenda… Pero el periodista Íker Jiménez había hablado de él en su programa Cuarto Milenio, como también había mencionado los famosos ruidos metálicos de la bahía o los dibujos de rostros misteriosos en los enormes ficus del Hospital de Mora.
            —¿Qué vais a hacer con él? —Esa parte no la recordaba muy bien.
            —Pues qué vamos a hacer, hijo, interrogarlo para ver si nos revela de dónde viene y cómo es el «Reino Sumergido del Mar»… —aclaró fray Benito.
            Rafael observó cómo los marineros envolvían al hombre-pez en una manta y lo subían a un carro para alejarse de allí a toda prisa junto a fray Benito, que se despidió de él alzando una mano. Del carro en marcha cayó un objeto y cuando Rafael se acercó a recogerlo, vio que se trataba de un libro envuelto en una red de pescar: la próxima parada.
            Lo abrió y Cádiz cambió de nuevo sus contornos. Los edificios se hicieron aún más bajos y las vestiduras de los viandantes se transformaron en vaporosas túnicas de lino y sedas y en sandalias de cuero y esparto. ¡Aquello era Gades, la Gades romana!
            Viendo que ningún personaje lo asediaba, Rafael decidió pasear tranquilamente por la bahía. Observó maravillado a todos aquellos personajes clásicos, y se preguntó por qué nadie se espantaba de su aspecto de veinteañero del siglo XXI. Era como si nadie pudiese verlo… Hasta que un señor de cabello ensortijado y túnica blanca con listones púrpura se le acercó. La única persona a color. Y Rafael dedujo que sería su nuevo compañero de viaje. Algo parecido sucedía en los videojuegos de aventuras cuando sobre la cabeza de un personaje aparecía una flecha luminosa. Eso quería decir que debía acercarse y hablar con él, porque podría aportarle valiosa información para la misión. Ojalá en la vida real la gente buena o interesante llevara esa flecha sobre la cabeza, pensó el estudiante. Así sería mucho más fácil encontrarla.
            —¿Eres tú Rafael, verdad? —le preguntó el hombre, con un acento que parecía italiano.
            —Sí, soy yo… —dijo ya sin espantarse—. ¿Y usted es…?
            —Ja,ja,ja —rió el hombre—. No me digas que a mí tampoco me reconoces, muchacho, soy Lucio Cornelio Balbo. ¿Es que tampoco conoces a la familia de los Balbo? Anda, ven, voy a enseñarte algo que quizás pueda interesarte…
            Rafael y el señor Balbo caminaron un largo rato por las calles de Gades. Las gaviotas sobrevolaban la orilla igual que lo hacían en el año 2017 y en la plaza, los vendedores proclamaban las bondades de sus productos recién salidos de la mar. Rafael se vio tentado de preguntar si en esa época ya existían las tortillitas de camarones, porque francamente después de tanto paseo, se le estaba abriendo el apetito.
            —Ven por aquí —le dijo el señor Balbo.
            Y por una abertura en el suelo de una lujosa domus romana, ambos comenzaron a descender una escalera de piedra, hasta llegar a lo que parecían pasadizos subterráneos.
            —Estas son las Cuevas de Hércules, muchacho —explicó el señor Balbo— y unen entre sí los edificios más importantes de la neapolis de Gades… ¿Qué te parece?
            Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Rafael. Aquellas galerías eran frías y tenebrosas, de techos amplios y paredes de piedra ostionera. El eco de la voz de Lucio Balbo era imponente allí abajo. ¿Acaso no era aquel uno de los amigos de Julio César, el Emperador?
            —Por cierto, chico, se me olvidaba entregarte esto… —dijo alargándole un papiro enrollado.
            Rafael supo que era hora de volver a viajar. Desenrolló el papiro y de repente las galerías comenzaron a inundarse de agua espumosa y salada. Balbo se había esfumado y el estudiante sintió pánico. ¿Y si moría allí, atrapado en otra época? Lo darían por desaparecido y nadie sabría nunca lo que le habría sucedido… Pero cuando estaba a punto de ser engullido por el mar, apareció ante él una figura llena de colores. Era una joven de piel aceitunada con una túnica verde mar, que se desplazaba con la lentitud y majestuosidad de una medusa. Lo agarró de un brazo y nadando con una fuerza impropia de alguien tan delicado, lo sacó de los túneles y lo llevó a la orilla del mar.
            —Y tú… ¿quién eres? —logró decir Rafael cuando escupió el agua que había tragado.
            —Soy Anaid —respondió ella. Llevaba muchas joyas: anillos de oro amarillo en todos los dedos, brazaletes finamente tallados, un pesado collar y una diadema de lapislázuli—. Pertenezco a la época de Gadir —aclaró.
            —Entonces, ¿eres fenicia?
            —Sí, y aunque en tu época aún no lo saben, mío es el sarcófago que está en vuestro museo, junto al del hombre barbado.
            Rafael estaba maravillado. Nunca imaginó tener a la Dama de Cádiz ante sus ojos. Había que reconocer que la chica era guapa, casi tanto como Elena Aramburu… ¿Qué habría sido de Elena?
            —Y ahora dime, ¿te gustan las historias que te he contado, Rafael? —preguntó la dama fenicia mientras pasaba las hojas de un pesado libro que de pronto descansaba sobre su regazo.
            —Sí, me han gustado mucho; pero entonces… ¿eres tú quien me las ha contado? —preguntó Rafael confundido.
            —Claro, mi curioso estudiante, porque yo soy Elena Aramburu, y Sir Arthur Wellesley y fray Benito y Lucio Balbo y también Anaid… Yo soy todos y ninguno a la vez… —dijo con una mirada enigmática—. Me gustaría contarte más cosas, pero es hora de que regreses a tu biblioteca. Ha llegado el momento de cerrar el último libro de la jornada y de cumplir con las tareas. Tu compañero debe de estar esperándote y tienes un trabajo que entregar antes de las doce.
            Rafael agachó la cabeza, triste.
            —¿No puedo quedarme un poquito más? —preguntó con mirada suplicante. Por un momento se sentía como Cenicienta, pidiéndole al hada madrina que le dejara quedarse un rato más en el baile, que no transformase en calabaza su carroza de oro todavía.
            —Ja,ja,ja —rió Anaid—. ¡Me gusta la gente curiosa! Gracias a ella las historias y leyendas nunca mueren y los libros no caen en el olvido, pero es hora de volver a tu tiempo, Rafael. Además de curioso, hay que ser responsable con el trabajo y buen compañero.
Le acarició el rostro con su mano gélida.
—Otro día te contaré más cosas. Cádiz tiene mucho que contar y gran parte de ello lo puedes descubrir en sus bibliotecas. Sólo tienes que estar atento y mirar bien.
            Anaid cerró el libro. Y de nuevo la mente de Rafael se inundó de mar. Todo le dio vueltas. El mareo se hizo casi insoportable… Hasta que abrió los ojos y reapareció en la biblioteca de la facultad de Empresariales. Estaba frente al estante donde encontró el primer libro, pero ahora en su lugar sólo había un charquito de agua.
            —Rafa, ¿vienes o qué? —oyó que le decía Esteban desde la mesa—. Tenemos que terminar el trabajo…
            Rafael miró a su alrededor. Estanterías. Libros. Estudiantes haciendo sus trabajos de última hora…Todo había vuelto a la normalidad.
            Regresó a la mesa y se sentó junto a su amigo, dispuesto a terminar aquel caso práctico con energías renovadas. Cuando se dispuso a teclear en su ordenador, las manos aún le temblaban de la emoción. ¿Es verdad que a veces los estudiantes necesitan desconectar un rato de sus obligaciones para retomarlas con más fuerza e ilusión?, se preguntó. No estaba seguro, pero quizá fuera cierta la leyenda universitaria; ésa que dice que el mar también tiene su biblioteca, y que de vez en cuando deja que alguien entre en ella y lea sus historias, todas las que una vez presenció y que nunca mueren porque son eternas. Eternas como el vaivén de sus olas.

Melissa F. T.