jueves, 22 de marzo de 2018

A lo lejos se oyen tambores


A LO LEJOS SE OYEN TAMBORES

Todos los ojos están clavados en el Cristo que se eleva sobre la multitud; los del bebé regordete que lo contempla por primera vez; los de la vendedora de algodón de azúcar que se limpia las manos en el delantal; los de la anciana que llora recordando a un ser querido que ya no está; los de la pareja de novios que se toman de la mano. Todos los ojos, menos los de ella: una chica rubia que mira con disimulo las caras que la rodean. Sabe que Él está allí. La quiere atrapar.

            La talla de madera danza lentamente, rítmicamente. Hacia delante, hacia atrás. Un pasito. Otro. Decenas de pares de pies la mecen al compás de una música vibrante que inunda las calles de la ciudad; una música que se eleva, se esparce y estalla en sonidos de trompetas, clarinetes, trombones, flautas y tambores. Viento. Percusión. Las notas se cuelan por las azoteas, sortean rejas, esquivan muros y brincan de un oído a otro, de una esquina a otra, de un techo al siguiente. El paso es lento. La noche larga. Y los costaleros están cansados y sudorosos. Si los instrumentos callaran, si se hiciera el silencio de repente, se oirían las respiraciones renqueantes de los hombres, como remeros de galeras luchando contra el mar embravecido, moviendo los remos con brazos musculosos y torturados. «¡Qué bien se mece este paso!», grita el capataz animando a la cuadrilla. «¡Qué bien se mueve, qué bien se mueve!», sigue. Su voz es grave, ronca, áspera, y anima el vaivén. El paso baila con gracia, con gozo, con deleite. La melena castaña de la figura ondea en la brisa y traza dibujos serpenteantes bajo la corona de espinas. La frente sangra. Las manos atadas por delante sobre el faldón de su túnica violeta. El semblante triste, de mirada eterna. Y de pronto las campanas de la iglesia tañen y gimen con su voz metálica. Tolón-tolón. Tolón-tolón. Saludan a la procesión y a la gente que la contempla. Saludan a la a la cigüeña que duerme en su nido. Saludan a las estrellas titilantes que resplandecen en el velo negro del cielo. Saludan a la chica rubia que no mira a la figura de madera.

            Respiraciones agitadas por el esfuerzo; voz seca y de mando que abre la noche en dos; bocas que insuflan aire en tubos de metal; baquetas que golpean pieles de tambor. Y una oleada de aplausos en cientos de manos que se mueven como una marea, que se unen, se separan y se vuelven a unir. Corazones que palpitan desbocados, queriendo huir de las costillas. Líquido salado que resbala del lagrimal de unos ojos que no se lo esperaban. Sublimes compases que lo sacuden todo dentro de los cuerpos que los oyen. Y de repente las campanas cierran sus gargantas metálicas, el viento deja de circular por los tubos dorados y sólo un tambor sigue adelante. Pum. Pum. Pum. El capataz da un martillazo sobre la madera del paso. Toc. Luego otro. Toc. Y un tercero. Toc. «¡Ahí quedó!», grita. Los costaleros hacen descender la figura con suavidad hasta quedar de rodillas. Un niño se suelta de la mano de su madre y sale corriendo. Toca el faldón que cubre a los hombres y regresa. La anciana que lloraba se persigna. La chica rubia no mira a la talla de madera, ni a la iglesia, ni al nido que corona el campanario, ni al niño que corre.

            El tambor continúa solo. Pum. Pum. Pum. Luego le acompañan otros dos. De nuevo tres martillazos del capataz y su voz quebrada rasga el silencio. «¡Vámonos!». Los costaleros vuelven a la carga, el sudor perla sus frentes. Y la figura se aleja con paso largo de la puerta de una iglesia que casi se gira a despedirlo. «Adiós. Hasta el año que viene». Lleva siglos en el mismo suelo. Ella no se moverá. Lo esperará paciente. Suena el tintineo de una campanilla y aparece una nueva riada de capirotes altísimos y ojos escrutadores. Las manos enguantadas aferran cirios que derraman lágrimas de cera que tiñen los adoquines. Decenas, cientos de lucecitas que vienen desde lejos iluminan la calle, a un lado y otro, escolta de la oscuridad. La chica rubia, nerviosa, sondea esos ojos sin identidad. La turban. A su lado alguien hace crujir cáscaras de pipas. Cric. Cric. Cric. Caen al suelo y crispan sus nervios. ¿Dónde estará Él? ¿Se habrá ido? ¿Se habrá escondido? Está atrapada entre la multitud y no puede salir. La calle sigue cortada. Hace tiempo que lo perdió de vista, pero sabe que no desistirá. Él no.

            Una talla femenina se aproxima con paso lento. Altos cirios casi la cubren por completo. Las llamas se balancean. Y se balancean también el palio y los varales. Nuevos costaleros. Nuevos capataces. Sudor. Respiraciones agitadas que se oyen bajo los faldones. Pies descalzos, pálidos y fríos. Peticiones y promesas que revolotean alrededor de los capirotes. Ojos que miran sin que puedan mirarlos. Cinturones de cuerda que oscilan como péndulos huidos. El vaivén de un incensario plateado que esparce fragancia santa al ritmo del brazo del monaguillo. Dos sacerdotes de riguroso negro con la mirada perdida en un punto lejano.

            Y de repente, al otro lado de la calle, tras la multitud que se agolpa en primera fila, sus ojos. Ahí está Él. Y la está mirando. Desde hace un rato, quizá. Cuando sus miradas se cruzan, la chica rubia rompe a sudar. No puede escapar. Lo supo desde el principio.

            Empuja a un hombre que graba con su teléfono móvil y se abre paso entre la marea de gente usando manos y codos. Un último intento, se dice. Quizá, después de todo, haya una oportunidad. Camina. Corre. Se escabulle e intenta volverse invisible, traslúcida, etérea. Como el aire de la Tierra, como los sentimientos de sus habitantes. Los tambores continúan con su retahíla. Pum. Pum. Pum. Un joven de ojos rasgados toma una fotografía. Chac. Hace girar el objetivo de su cámara y toma otra. Chac. Y luego una oleada. Chac. Chac. Chac.

            Los capirotes de los penitentes se alejan, se hacen cada vez más pequeños, como gorros de duendecillos que se pierden en la distancia. Son rojos, como la sangre. La chica rubia los mira un instante y sigue avanzando. Hasta el final de la calle, se dice. Un poco más. Sólo un poco. Quizá haya esperanza. Pero en ese momento alguien respira muy cerca, casi puede sentir la calidez de su aliento en la nuca. Es Él, de nuevo. La sujeta de la muñeca con suavidad, con una delicadeza casi romántica. Las yemas de los dedos recorren sus venas azules, que palpitan a un ritmo vertiginoso.

            «No», dice ella con el pensamiento.

            «Te encontré. No puedes seguir aquí.»

            Los ojos de Él brillan con un relámpago azul, eléctrico. Y las dos figuras, unidas por ese ínfimo contacto —dedos y muñeca— se desvanecen juntas poco a poco; como un espejismo que nunca debió estar ahí; como un terrón de azúcar que se diluye en una taza de café; como la sombra que se desliga de los pasos de su dueño; como la nota discordante que abandona un pentagrama.

            Después de unos segundos, al final de la calle sólo queda la huella azulada de unos pies. La pareja ha desaparecido. O regresado. La viajera intrusa y el policía de las estrellas.

A lo lejos se oyen tambores.



NINFAMIEL.

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